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SOBRE EL CORONAVIRUS Y LA LECCIÓN QUE ME DIO MI HIJO AL NACER

Escribo este post desde casa confinada por el coronavirus. Estos días estoy viviendo la maternidad desde un lugar de profunda gratitud, porque en medio de este lío mis hijos me ayudan a estar más conectada con el momento presente, con la esperanza y con la alegría.

Sé que muchas de las mujeres que acompaño están viviendo el confinamiento del coronavirus con gran dificultad. Y tal vez tu también lo sientas así. La soledad, el aislamiento, la preocupación por los seres queridos, el estrés de tener que teletrabajar, acompañar a los niños en las tareas escolares más las tareas domésticas, la incertidumbre económica, los miedos respecto a la comida y el cuerpo que se reactivan…en fin, mucho sufrimiento (tal vez me equivoque, pero siento que las mujeres estamos sufriendo más porque esta crisis está acentuando las diferencias que genera la sociedad patriarcal, pero eso lo voy a dejar para otro capítulo).

Y estos días me ha dado por recordar los 4 primeros meses de mi hijo, una de las épocas más difíciles de mi vida, de eso hace ya 13 años. Mi hijo vino al mundo por parto natural. Me había preparado para todo (pensaba), embarazo y parto respetuoso, había leído sobre apego, sobre lactancia, pero lo que jamás se me pasó por la cabeza es que mi hijo pudiera tener cólicos. Y los tuvo, exactamente fueron 4 meses en los que no paró de llorar (mi vecina de entonces, que ahora es una de mis mejores amigas, os lo podrá atestiguar).

La lección que siento mi hijo vino a enseñarme.

Estoy convencida de que mi hijo vino al mundo entre otras cosas para que yo acogiera la semilla de lo que después ha sido mi propósito de vida, aunque no ha sido hasta tiempo después de he tomado plena consciencia de ello.

Recuerdo perfectamente como fueron las primeras semanas con él. De la inmensa alegría de sentir el amor incondicional hacia esa personita, a la incredulidad de las primeras noches sin dormir, a la desesperación total por no se capaz de calmarlo y que se callara un rato.

Recuerdo el sufrimiento que me generaba su llanto, esa necesidad interna de hacer algo. Lo intenté todo: osteopatía, homeopatía, masajes, infusiones, dejé de comer no sé cuántos alimentos por si acaso, …me conocía todas las calles con adoquines del barrio porque el traqueteo era de la pocas cosas que lo hacían calmar. Todo el mundo me daba consejos que lo único que hacían era generarme más ansiedad e inseguridad.

Estaba agotada, física y emocionalmente. Y lo que más recuerdo es la frustración.

De repente, algo se me estaba resistiendo. Me había pasado la vida haciendo cosas y obteniendo resultados, y en ese momento, por más que hiciera, nada funcionaba. Y eso no se parecía en nada a lo que había imaginado como maternidad.

Y recuerdo la profunda soledad e impotencia. Porque, yo, que siempre había podido con todo, también podría con eso, y no se me pasó por la cabeza pedir ayuda. Mi pareja en aquel momento tenía mucho trabajo y me pasaba el día sola, con un bebé llorando, con las inseguridades propias de ser madre primeriza, más los problemas físicos propios del postparto (dolor en los pezones, hemorroides, agotamiento…) y con el llanto de mi bebé.

Hasta que un día, creo que a los dos meses y medio aproximadamente, toqué fondo. No podía parar de llorar. No tenía ni fuerzas para hablar. Y en medio de la desesperación, tuve una revelación (se que suena un poco peliculero, pero fue así): o cambiaba la forma de acercarme a eso, o me hundía totalmente.

Creo que lo que pasó en parte fue consecuencia del contacto que tuve con la práctica de meditación vipassana cuando tenía 20 años e intentaba superar mis conflictos con la comida y mi cuerpo. Me di cuenta que lo único que estaba en mis manos era acercarme a lo que estaba viviendo desde un lugar de aceptación. Aceptar el llanto de mi hijo y acogerlo con el mismo amor que lo acogía a él. Y dejar de intentar que las cosas fueran diferentes a cómo estaban siendo.

Y a partir de eso momento todo cambió. Empecé a relajarme, empecé a disfrutar de él, empecé a disfrutar todo lo que me estaba aportando la maternidad más allá de su llanto. No es que dejara de llorar, es que su llanto ya no lo impregnaba todo. Empezó a haber espacio para otras cosas. Pude acercarme al llanto de él con cierto desapego, sin dejarme enredar por lo que me generaba pero a la vez sin intentar cambiarlo. Dejé de preocuparme por la casa y los quehaceres, y me dediqué a acoger a mi hijo y a su llanto con todo el amor que fui capaz. Y a los 4 meses, dejó de llorar.

Así que en si darme cuenta empecé a practicar las habilidades de la conciencia plena y la compasión que luego tanto me han ayudado y siento que ayudan a mis acompañadas: la aceptación, el no juicio, la impermanencia, el desapego de los pensamientos y las emociones y la paciencia. Ahí es nada. Recuerdo perfectamente el inmenso placer de tumbarme en el sofá, barriga con barriga, él retorciéndose de dolor, y yo acogiéndolo y respirándolo, hasta que poco a poco se iba calmando y nos quedábamos los dos plácidamente dormidos.

Otra de las grandes lecciones que aprendí es que hay momentos en la vida en los que es necesario pedir apoyo y rodearnos de una red de conexiones que nos ayuden a llegar donde no llegamos. Mi hija nació dos años y medio después, también tuvo cólicos, pero todo fue muy diferente.

Aceptación, mindfulness y compasión.

Te cuento todo esto porque tal vez en este momento en medio del confinamiento, estés experimentado algo parecido a lo que supuso para mí el llanto de mi hijo. Algo que te esté generando mucho sufrimiento, algo que con lo que te estés peleando, algo que te gustaría fuera diferente.  Tal vez tu sufrimiento venga de lo que supone para ti estar confinada, o de la soledad, o del sentirte sobrepasada por todo lo que tienes que hacer, o del miedo al sufrimiento de los tuyos, o del miedo a sentir la ansiedad. O del miedo a darte un atracón. O de no ser capaz de sobrellevarlo.

Desde aquí te digo que tal vez puedas dejar de intentar cambiar todo eso. Sea lo que sea. Dejar de intentar que las cosas sean diferentes a como son. Dejar de pelearte con la realidad. Y empezar a acoger tus luchas y tu sufrimiento: tu ansiedad, tus miedos, tu soledad, la incertidumbre, tal y como yo acogí el llanto de mi hijo. Son experiencias humanas perfectamente válidas y aunque te resulte extraño, intentar cambiarlas solo te colocarán en pozo más profundo. Cuando acogemos nuestras luchas, sin darnos cuenta, creamos espacio para el resto de cosas importantes en nuestra vida. Porque lo que resiste, persiste. 

Como dice la maestra de meditación budista Tara Brach, mindfulness y compasión son como las dos alas de un pájaro:

Un ala es lo que hay aquí y ahora. La otra ala es acoger eso con amor y compasión.

Sin ánimo de comparar mis luchas con las luchas que estás experimentando tú ahora, tal vez todo esto  del coronavirus te pueda servir para plantar la misma semilla que mi hijo me regaló al nacer. Yo he querido compartir mi historia contigo por si te sirve de inspiración. Sea como sea, gracias por estar ahí.

Con amor

Mireia

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